Jorge Luis Borges
No sabemos exactamente qué sucede en los sueños: no es imposible que durante los sueños estemos en el cielo, estemos en el infierno, quizá seamos alguien, alguien que es lo que Shakespeare llamó «the thing I am», «la cosa que soy», quizá seamos nosotros, quizá seamos la Divinidad. Esto se olvida al despertar. Sólo podemos examinar de los sueños su memoria, su pobre memoria.
Para el salvaje o para el niño los sueños son un episodio de la vigilia, para los poetas y los místicos no es imposible que toda la vigilia sea un sueño. Esto lo dice, de modo seco y lacónico, Calderón: la vida es sueño. Y lo dice, ya con una imagen, Shakespeare: «estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños»; y, espléndidamente, lo dice el poeta austríaco Walter von der Vogelweide, quien se pregunta: «¿He soñado mi vida, o fue un sueño?». No está seguro. Lo que nos lleva, desde luego, al solipsismo; a la sospecha de que sólo hay un soñador y ese soñador es cada uno de nosotros. Ese soñador —tratándose de mí—, en este momento está soñándolos a ustedes; está soñando esta sala y esta conferencia. Hay un solo soñador; ese soñador sueña todo el proceso cósmico, sueña toda la historia universal anterior, sueña incluso su niñez, su mocedad. Todo esto puede no haber ocurrido: en ese momento empieza a existir, empieza a soñar y es cada uno de nosotros, no nosotros, es cada uno. En este momento yo estoy soñando que estoy pronunciando una conferencia, que estoy buscando los temas —y quizá no dando con ellos—, estoy soñando con ustedes, pero no es verdad. Cada uno de ustedes está soñando conmigo y con los otros.
Ahora llegamos a la especie del sueño, a la pesadilla. Nos será útil recordar los nombres de la pesadilla: El nombre español no es demasiado venturoso: el diminutivo parece quitarle fuerza. En otras lenguas los nombres son más fuertes. En griego la palabra es efialtes: Enaltes es el demonio que inspira la pesadilla. En latín tenemos el incubus. El íncubo es el demonio que oprime al durmiente y le inspira la pesadilla. En alemán tenemos una palabra muy curiosa: Alp, que vendría a significar el elfo y la opresión del elfo, la misma idea de un demonio que inspira la pesadilla. Y hay un cuadro que De Quincey, uno de los grandes soñadores de pesadillas de la literatura, vio. Un cuadro de Fussele o Füssli (era su verdadero nombre, pintor suizo del siglo dieciocho) que se llama The Nightmare, La pesadilla. Una muchacha está acostada. Se despierta y se aterra porque ve que sobre su vientre se ha acostado un monstruo que es pequeño, negro y maligno. Ese monstruo es la pesadilla. Cuando Füssli pintó ese cuadro estaba pensando en la palabra Alp, en la opresión del elfo.
Llegamos ahora a la palabra más sabia y ambigua, el nombre inglés de la pesadilla: the nightmare, que significa para nosotros «la yegua de la noche». Shakespeare la entendió así. Hay un verso suyo que dice «I met the night mare», «me encontré con la yegua de la noche». Se ve que la concibe como una yegua. Hay otro poema que ya dice deliberadamente «the nightmare and her nine foals», «la pesadilla y sus nueve potrillos», donde la ve como una yegua también. Pero según los etimólogos la raíz es distinta. La raíz sería niht mare o niht maere, el demonio de la noche. El doctor Johnson, en su famoso diccionario, dice que esto corresponde a la mitología nórdica —a la mitología sajona, diríamos nosotros—, que ve a la pesadilla como producida por un demonio; lo cual haría juego, o sería una traducción, quizá, del efialtes griego o del incubus latino.
El sueño es una representación. Addison observa que en el sueño somos el teatro, el auditorio, los actores, el argumento, las palabras que oímos. Todo lo hacemos de modo inconsciente y todo tiene una vividez que no suele tener en la realidad. Coleridge dice que no importa lo que soñamos, que el sueño busca explicaciones. Toma un ejemplo: aparece un león aquí y todos sentimos miedo: el miedo ha sido causado por la imagen del león. O bien: estoy acostado, me despierto, veo que un animal está sentado encima de mí, y siento miedo. Pero en el sueño puede ocurrir lo contrario. Podemos sentir la opresión y ésta busca una explicación. Entonces yo, absurdamente, pero vívidamente, sueño que una esfinge se me ha acostado encima. La esfinge no es la causa del terror, es una explicación de la opresión sentida. Coleridge agrega que personas a las que se ha asustado con un falso fantasma se han vuelto locas. En cambio, una persona que sueña con un fantasma, se despierta y al cabo de algunos minutos, o algunos segundos, puede recuperar la tranquilidad.
Nuestra vigilia abunda en momentos terribles: todos sabemos que hay momentos en que nos abruma la realidad. Ha muerto una persona querida, una persona querida nos ha dejado, son tantos los motivos de tristeza, de desesperación… Sin embargo, esos motivos no se parecen a la pesadilla; la pesadilla tiene un horror peculiar y ese horror peculiar puede expresarse mediante cualquier fábula. Pero hay algo: es el sabor de la pesadilla. En los tratados que he consultado no se habla de ese horror. Aquí tendríamos la posibilidad de una interpretación teológica, lo que vendría a estar de acuerdo con la etimología. Tomo cualquiera de las palabras: digamos, incubus, latina, o nightmare, sajona, o Alp, alemana. Todas sugieren algo sobrenatural. Pues bien. ¿Y si las pesadillas fueran estrictamente sobrenaturales? ¿Si las pesadillas fueran grietas del infierno? ¿Si en las pesadillas estuviéramos literalmente en el infierno? ¿Por qué no? Todo es tan raro que aun eso es posible.
Isadora Duncan
En la música hay tres tipos de compositores: en primer lugar, aquellos que crean una música académica, usando el intelecto para escribir una partitura que llegue sutilmente a los sentidos a través de la mente; en segundo lugar, aquellos que saben trasladar sus emociones al medio sonoro, cuyas penas y alegrías crean una música que llega directamente al corazón de quien la escucha y hace derramar lagrimas evocando el recuerdo de las penas y alegrías, así como de la felicidad perdida; y en tercer lugar, aquellos que, de manera inconsciente, oyen con el alma una melodía de otro mundo y son capaces de expresarla de modo comprensible y agradable para el oído humano.
También hay tres tipos de bailarines: en primer lugar, los que consideran la danza una especie de ejercicio gimnástico a base de primorosos e impersonales arabescos; luego, aquellos que, por medio de la concentración, entran con el cuerpo en el ritmo de una emoción y expresan un sentimiento o una experiencia; y por último, aquellos que convierten el cuerpo en fluidez luminosa, entregándolo a la inspiración del alma. Este último tipo de bailarín comprende que el cuerpo, a través del alma, puede convertirse en un fluido luminoso. La carne se vuelve ligera y trasparente, como si la viéramos en una radiografía, pero con la diferencia de que el alma humana es más ligera que los rayos X. Cuando, gracias a su poder divino, el alma posee al cuerpo por completo, lo convierte en una nube radiante y puede así manifestarse en toda su divinidad. Esto explica el milagro de san Francisco de Paula caminando sobre las aguas. Su cuerpo ya no pesaba como el nuestro, de tan ligero que se había vuelto gracias al alma.
Imaginemos a un bailarín que, tras años de estudio, oración e inspiración, ha alcanzado tal grado de conocimiento que su cuerpo es solamente la manifestación luminosa de su alma; un bailarín cuyo cuerpo danza al son de una música interior, exteriorizando un no sé qué venido de otro mundo más sutil. Ése es el bailarín realmente creativo, natural pero no mimético, que habla en movimiento desde sí mismo y desde algo que es más grande que todos los seres.
Estoy tan segura de que el alma puede despertarse, de que puede poseer completamente el cuerpo, que cuando admito niños en mis clases, intento, por encima de todo, avivar en ellos la consciencia de ese poder que llevan dentro, de su relación con el ritmo universal, para evocar en ellos el éxtasis, la belleza de esta concienciación. El instrumento para este despertar puede ser en parte una revelación de la belleza de la naturaleza, y también ese tipo de música que nos ofrece el tercer grupo de compositores, esa música que sale del alma y habla con ella.
Marius Schneider
La idea de que una verdad tiene que «cantar» parece construir el fundamento de aquel pensar antiguo que, en su estado de evolución más alto, llegó a concebir el cosmos como una armonía. La ecuación canto=armonía musical=armonía de los elementos de la Naturaleza=concordancia de las ideas=orden y verdad, podría carecer de valor para los lectores no informados, mas en realidad forma una cadena muy lógica del pensar místico.
La expresión esencial de un fenómeno se realiza por el ritmo de la voz. Por ser el ritmo acústico el ritmo más fino y aquel que llega hasta Dios, de ahí que el canto constituya la forma más elevada de la oración. Por eso la alta mística considera el don y la educación musicales como factores imprescindibles de la vida religiosa. «El canto perpetua la palabra» (Tsai-yu). «Los espíritus acuden al templo de los antepasados para oír música». Todo el papel místico de la música se resume en la formula «despertar (el corazón) por medio de canciones, consolidar por los ritos, consumar por la música». La tradición india no ensalza menos el valor de la música. «Es mil veces feliz quien, merced a obras puras, se ha vuelto, después de su muerte, uno de estos espíritus buenos del orden de los músicos celestiales… Mil veces feliz, quien, por ser músico celestial por naturaleza, tiene su morada por largo tiempo en el mundo de las almas» (Luna).
La misma idea se repite en el Africa ecuatorial: «si supiera el día de mi muerte, compraría ya vino de palmas y mandaría venir a los cantores para que me cantasen». Un baule a quien preguntamos una vez qué sería, después de su muerte, de un individuo que durante su vida no sabía cantar ni tamborilear, dio señales de desesperación. «Nunca podrán alabarle ni convidarle a las comidas fúnebres por medio de una melodía, porque no tiene canción propia». Los hombres que en vida no supieron cantar, luego se vuelven almas hambrientas e incluso espíritus malos. No cantan ni oyen y por tanto no perciben ni comprenden.
Importa retener que no saber oír equivale a ser malo y que no saber cantar acarrea una notable disminución de la «extensión metafísica» del individuo, pues el plano metafísico es un plano acústico, y el órgano principal del hombre místico es la oreja. Cuanto más vivo y exacto es el oido, tanto más llega el hombre a hacer resonar el universo en su alma. Claro es que tal opinión supone la unidad y la homogeneidad del cosmos. Por ser el hombre un ser polirrítmico y un microcosmos, es muy extensa su capacidad de resonancia; pero la sensibilidad de las diferentes cuerdas de resonancia varía según su posición individual. Esta posición es el ritmo-símbolo de su persona, el cual determina la conexión de los campos análogos en los diferentes planos paralelos.
Roberto Calasso
Nýmphe significa «muchacha preparada para casarse» y «venero de agua». Cada uno de estos significados es la vaina del otro. Acercarse a una Ninfa significa ser presa, quedar poseído de algo, sumergirse en un elemento blando y móvil que puede revelarse, con igual probabilidad, glorioso o funesto. En el Fedro, Sócrates reivindica con firmeza el ser un nymphóleptos, «cautivo de las Ninfas». Pero Hilas, amante de Heracles, fue engullido para siempre por un espejo de agua habitado por Ninfas. El brazo de la Ninfa que lo ceñía para besarlo al mismo tiempo «lo sumergía en medio del remolino». Nada es más terrible ni más precioso que el saber que proviene de las Ninfas. Pero ¿cuál es la naturaleza de sus aguas? Solo se nos insinúa en el paganismo tardío, cuando Porfirio, en su Gruta de las Ninfas, cita un himno a Apolo en el que se habla de las «noerÔn hydáton», de las «aguas mentales», que las Ninfas presentaron en ofrenda a Apolo. Conquistadas, las Ninfas se ofrecían a sí mismas. Ninfa es la estremecida, oscilante, centelleante materia mental de la que están hechos los simulacros, los eídola. Es la materia misma de la literatura. Cada vez que se acerca la Ninfa, vibra aquella materia divina que se plasma en las epifanías y se instala en la mente, potencia que precede y sostiene a la palabra. Desde el momento en que aquella potencia se manifiesta, la forma la sigue y se adapta, se articula según aquel flujo.
La última celebración grandiosa y resplandeciente de las ninfas se encuentra en Lolita, historia de un nymphóleptos, el profesor Humbert Humbert, «cazador encantado», que entra en el reino de las Ninfas siguiendo un par de calcetines blancos y unas gafas en forma de corazón. Nabokov, que era un maestro en el arte de diseminar en sus libros secretos tan evidentes y visibles que nadie los veía, expone desde las primeras diez páginas de la novela los motivos de su desgarrado, suntuoso homenaje a las Ninfas; exactamente allí donde, con la precisión del lexicógrafo, cuenta que «hay muchachas entre los nueve y los catorce años de edad, que revelan su verdadera naturaleza, que no es la humana, sino la de ninfas (es decir, demoníaca), a ciertos fascinados peregrinos, los cuales, muy a menudo, son mucho mayores que ellas (hasta el punto de doblar, triplicar o incluso cuadruplicar su edad). Propongo designar a esas criaturas escogidas con el nombre de nínfulas» Aunque la palabra «nínfula» estaba destinada a tener una impresionante fortuna, sobre todo en el circuito ecuménico de la pornografía, no muchos lectores se dieron cuenta de que en esas líneas Nabokov estaba dando la clave de su enigma. Lolita es una Ninfa que vagabundea entre los moteles del Middle West, «un genio inmortal disfrazado de niña», de un modo tal que los nymphóleptoi solo pueden escoger entre ser considerados criminales o psicópatas, como el profesor Humbert Humbert. Es fácil establecer el puente entre las «aguas mentales» de las Ninfas y los dioses. Puesto que para sus incursiones en la tierra, los dioses se han dejado atraer por las Ninfas con más frecuencia que por los humanos. Ninfa es el medium en el que se encuentran los dioses y los hombres afortunados.
Octavio Paz
Los primeros en advertir el origen común de amor, religión y poesía fueron los poetas. El pensamiento moderno ha confiscado este descubrimiento para sus fines. Para el nihilismo contemporáneo poesía y religión no son sino formas de la sexualidad: la religión es una neurosis, la poesía una sublimación. No es necesario detenerse en estas explicaciones. Tampoco en las que pretenden explicar un fenómeno por otro —económico, social o psicológico— que a su vez necesita otra explicación. Todas esas hipótesis, como se ha dicho muchas veces, delatan el imperialismo de lo particular, característico de las concepciones del siglo pasado. La verdad es que en la experiencia de lo sobrenatural, como en la del amor y en la de la poesía, el hombre se siente arrancado o separado de sí. Y a esta primera sensación de ruptura sucede otra de total identificación con aquello que nos parecía ajeno y al cual nos hemos fundido de tal modo que ya es indistinguible e inseparable de nuestro propio ser. ¿Por qué no pensar, entonces, que todas estas experiencias tienen por centro común algo más antiguo que la sexualidad, la organización económica o social o cualquier otra «causa»?
Lo sagrado trasciende la sexualidad y las instituciones sociales en que cristaliza. Es erotismo, pero es algo que traspasa el impulso sexual; es un fenómeno social, pero es otra cosa. Lo sagrado se nos escapa. Al intentar asirlo, nos encontramos que tiene su origen en algo anterior y que se confunde con nuestro ser. Otro tanto ocurre con amor y poesía. Las tres experiencias son manifestaciones de algo que es la raíz misma del hombre. En las tres late la nostalgia de un estado anterior. Y ese estado de unidad primordial, del cual fuimos separados, del cual estamos siendo separados a cada momento, constituye nuestra condición original, a la que una y otra vez volvemos. Apenas sabemos qué es lo que nos llama desde el fondo de nuestro ser.